El problema económico del masoquismo

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Se trata de un texto escrito –según señala la habitual nota introductoria de J.Strachey-  a comienzos de 1924, momento en el que, tras pasar por varias operaciones (las del 4 y del 12 de octubre, así como otra más a finales de noviembre) a consecuencia de un cáncer de paladar (sin duda asociado con el excesivo consumo de tabaco, consumo vinculado –por otra parte y en última instancia-  al prototipo de todas las adicciones, que es la masturbación, y que Freud mismo confirmó, tal y como es recordado por P.Gay en su conocida biografía1) y tras la muerte, profundamente sentida por Freud, de su nieto de cuatro años (hijo menor de su hija Sophie,en el verano de 1923), Freud parece reencontrarse con un cierto ánimo renovado, si bien obtenido muy a duras penas y después de pasar por momentos depresivos “excepcionalmente severos”2.

Ese 1924 –por otro lado- es a la vez una época histórica en la que la teoría de la pulsión de muerte, planteada como “puramente especulativa” o como una hipótesis «por curiosidad de saber adónde lleva»3, se ha convertido en una especie de dogma o de postulado de tipo metafísico o metabiológico, que le conduce a pensar la pulsión de muerte como regida por “el principio de Nirvana” y –en ese sentido- la meta de la pulsión de muerte es la de «conducir la inquietud de la vida a la estabilidad de lo inorgánico»4. Con lo cual no se trata de la muerte “psíquica” a consecuencia de lo pulsional desligado, que remite al aniquilamiento del yo y que nunca es equivalente a la muerte de la vida física. Y es que el recurso a principios postulados como axiomas, en lugar de situarse en el terreno específico y no especulativo del psicoanálisis -que es el de la realidad “intrapsíquica” o del psiquismo pulsional inconsciente-, conduce a confundir lo psíquico con lo orgánico o con lo psicobiológico.

Freud comienza su texto (v.XIX, p.165-176) colocándose en o «desde el punto de vista económico» (p.165, inicio del primer párrafo) y eso es lo que le lleva a ver el masoquismo como “enigmático” e ”incomprensible”, en el sentido de misterioso, cuando eso es percibido así por la posición en que Freud se coloca, que es la posición de situar al principio del placer como el principio que «gobierna los procesos anímicos» (p.165). Un planteamiento que viene desmentido claramente por la experiencia psicoanalítica, la cual descubre que en la vida intrapsíquica, gobernada por la fantasía inconsciente, se da o existe placer en el dolor, placer que no debe ser pensado meramente como equivalente a la descarga, puesto que la tensión es también placentera, tal y como aparece en la sexualidad infantil, caracterizada no por la búsqueda de la descarga, sino de la tensión o de la excitación.

Por otra parte y dado que «la existencia de la aspiración masoquista en la vida pulsional de los seres humanos puede con derecho calificarse de enigmática» (p.165, primer párrafo), Freud va a tratar de aportar dos clases de clarificaciones, unas más de tipo clínico o psicopatológico y otras más de tipo teórico, clarificaciones que se van a ir entrecruzando, aunque el texto en sus primeros párrafos se va a mover en el ámbito de las aclaraciones teóricas y muy en particular en el intento de esclarecer las ideas en relación con los principios postulados para dar cuenta del funcionamiento en general de los procesos anímicos.

Y aquí tenemos ya una primera y persistente oscilación o, mejor, una ambigüedad en el pensamiento de Freud, en la medida en que –por un lado- parece ceñirse a su campo específico, que es el de los procesos anímicos, y –por otro lado- no se contiene a sí mismo en ese terreno y, como la “tentación” es muy fuerte, salta a querer abarcar toda nuestra vida en general: «Nos sentimos tentados de dar al principio de placer el nombre de guardián de nuestra vida y no sólo de nuestra vida anímica» (p.165, segundo párrafo).

Ambigüedad que le mete en embrollos, que se sostienen desde un planteamiento biologicista que toma en consideración “el aparato biológico”  concebido como una organización “homeostática”5, pero no se sostienen si tomamos en cuenta “el aparato psíquico” o la organización tópica del psiquismo humano. De ahí que se vea obligado a salir al paso de una concepción suya general (la de que el “principio que gobierna todos los procesos anímicos es un caso especial de la tendencia a la estabilidad, que tiene como propósito el reducir a la nada las sumas de excitación o al menos mantenerlas en el mínimo grado posible”, véase el tercer párrafo de la p.165), que le condujo a identificar     «apresuradamente el principio de placer-displacer con este principio de Nirvana» (p.165-166).

Y es que esa identificación o, mejor, esa equivalencia entre el principio de placer y el principio de Nirvana no se sostiene (en palabras de Freud «esta concepción no puede ser correcta» p.166, primer párrafo), porque resulta que   «existen tensiones placenteras y distensiones displacenteras» (p.166), tal y como aparece en «el estado de la excitación sexual» (p.166). Consideración que el propio Freud ya dejó caer en su texto de 1905 Tres ensayos de teoría sexual a propósito de “las fuentes de la sexualidad infantil”, en cuyo capitulo (el 7 del 2º ensayo) decía lo siguiente: «merece destacarse que estamos autorizados a usar indistintamente, para todo un tramo, “excitación sexual” y “satisfacción”» (v.VII, Amorrortu, p.183).

A este respecto me parece oportuno precisar, de acuerdo con lo señalado por J.Laplanche en su entrevista con J.André (véase el libro compilado por este último y titulado L’énigme du masochisme, PUF, Paris, 2000, p.19-30), que la sexualidad vinculada al fantasma o que tiene por objeto un objeto fantasmático -que es la sexualidad que estudia y de la que se ocupa el psicoanálisis- no es una sexualidad que funcione según el principio de placer, el cual se dirige al apaciguamiento de la tensión y a la descarga, sino que por el contrario es una sexualidad que funciona según la búsqueda de la excitación. En ese sentido, es importante no olvidar que la sexualidad infantil, descubierta por Freud, es una sexualidad parcial, no unificada, que se satisface en el propio lugar o en el placer de órgano y que funciona siguiendo el modelo del llamado por Freud Vorlust o “placer preliminar”, que no es un placer de apaciguamiento de tensión, tal y como corresponde a esa ruptura con lo natural, con lo instintivo, con lo psicobiológico, que impone el hecho de la implantación de lo pulsional tras el encuentro con el otro adulto, quien excita al cuidar y, de ese modo, se va a imponer –en el mismo surgimiento de la pulsión- el placer en el displacer, el placer en el dolor, el placer en la excitación. Y es que el placer psíquico se gesta u origina gracias a esa excitación que excede y desborda lo autoconservativo.

De otro modo habría que sostener que ese Vorlust o ese placer preliminar corresponde a una tensión biológica interna que exige descarga, pero a ver cómo se sostiene eso en el “placer-deseo de mirar” (el “Schaulust”), para el cual no hay descarga sino excitación creciente; o en el “placer-deseo de tocar”, que no tiende a la descarga sino más bien a una carga más y más grande.

Es cierto que Freud va a defender de algún modo esa tensión fisiológica interna para dar así un fundamente como más sólido a la excitación sexual, pero a la vez no deja de acudir a que “la naturaleza de la excitación sexual” le resulta “enigmática” o bien “enteramente desconocida”, tal y como se expresa en Tres ensayos de teoría sexual en el capítulo antes aludido del 2º ensayo: «Si ahora… abarcamos panorámicamente las fuentes de la excitación sexual infantil, vislumbramos o reconocemos los siguientes rasgos generales: múltiples reaseguros parecen velar por la puesta en marcha del proceso de la excitación sexual –cuya naturaleza, es cierto, acaba de volvérsenos enigmática-. Sobre todo cuidan por ella, más o menos directamente, las excitaciones de las superficies sensibles  -la piel y los órganos de los sentidos-, y del modo más inmediato, las estimulaciones de ciertos sectores que han de definirse como zonas erógenas… Pero, además, preexisten en el organismo dispositivos a consecuencia de los cuales la excitación sexual se genera como efecto colateral, a raíz de una gran serie de procesos internos… Lo que hemos llamado pulsiones parciales de la sexualidad, o bien deriva directamente de esas fuentes internas de la excitación sexual, o se compone de aportes de esas fuentes y de las zonas erógenas… No me parece posible por ahora aportar más claridad y certeza a estas tesis generales; hago responsables de ello a dos factores: en primer lugar, la novedad de todo el abordaje y, en segundo lugar, la circunstancia de que la naturaleza de la excitación sexual nos es enteramente desconocida» (v.VII, p.186).

Desconocimiento que aquí en nuestro texto sobre el masoquismo vuelve a ser recurrido por Freud a propósito del “carácter cualitativo” del placer y del displacer: «Estaríamos mucho más adelantados en la psicología si supiésemos indicar ese carácter cualitativo. Quizá sea el ritmo, el ciclo temporal de las alteraciones, subidas y caídas de la cantidad de estímulos; no lo sabemos» (p.166, segundo párrafo).

Ahora bien, yo pienso que Freud tiene que recurrir a ese “no lo sabemos” por dejar de lado aquello que J.Laplanche llama la naturaleza esencialmente traumática de la sexualidad humana (Vida y muerte en psicoanálisis, Amorrortu, 1973, p.143), o sea, el hecho de que la pulsión o lo psicosexual se origina en abierta ruptura con lo natural, con lo instintivo, lo que le da un “carácter cualitativo” específico e insobrepasable, que impone el placer en el displacer, el placer en el dolor, el placer en el exceso.

Y ese dejar de lado o descuidar el “carácter cualitativo” de lo pulsional le lleva a Freud a confundir los “procesos anímicos” con los “procesos vitales” de tal modo que unos principios (como son los de Nirvana, de placer y de realidad), que han sido descubiertos y planteados en relación con el plano de las representaciones y que dan cuenta de cómo se regula –a lo largo de cadenas y de bifurcaciones asociativas- la circulación del “quantum” de afecto, son trasladados al plano del orden vital, algo que supone un daño grave para ese orden vital, porque el organismo no se puede mantener en vida si estuviera gobernado por un principio como el de Nirvana (que habla de la tendencia a la reducción y a la supresión de la tensión interna) o por un principio como el de placer (que da cuenta de la tendencia a la búsqueda persistente y primaria de la “identidad de percepción”, según la expresión y el modelo subrayado por Freud).

Desde luego, al llevar a cabo Freud las referencias al “ser vivo” («… deberíamos percatarnos de que el principio de Nirvana, súbdito de la pulsión de muerte, ha experimentado en el ser vivo una modificación por la cual devino principio de placer», p.166, tercer párrafo)  y  a “los procesos vitales” («Sólo pudo ser la pulsión de vida, la libido, la que de tal modo se conquistó un lugar junto a la pulsión de muerte en la regulación de los procesos vitales», p.166, tercer párrafo), realmente nos confunde, pues ¿cómo se puede hablar del “orden vital”, cuando esos principios están referidos al “orden representacional”? Para poder salir de ese atolladero creo que hay que recurrir a lo que señala J.Laplanche en su viejo artículo de 1965 “Les príncipes du fonctionnement psychique. Tentative de mise au point” (La révolution copernicienne inachevée, Aubier, Paris, 1992, p.89-106), es decir, hay que recurrir a plantear que Freud, bien al contrario de la línea seguida por Breuer, “parte de la ficción de un organismo de entrada no viable, cerrado al mundo exterior, y que tiende a la muerte”, a la descarga cero o a la supresión de la tensión de excitación interna, aunque de ese organismo van a emerger, no se sabe bien cómo, unos mecanismos secundarios de regulación. Pues bien, como esa ficción va a permanecer a lo largo de la obra de Freud, J.Laplanche va a considerar que “la ficción biológica significa que el pasaje de la energía libre a la energía ligada está mediatizado en Freud a través de la idea –idea en el sentido tanto de “representación”, como de “forma”- del organismo, ya que la homeostasis del organismo o su propia forma mantenida es lo que precipita la ligazón y, en último término, un yo como Gestalt del organismo”.

Consideración o interpretación de J.Laplanche que parece cuadrar, de algún modo al menos, con lo que Freud expone a continuación en el primer párrafo de la p.167: «En verdad, ninguno de estos tres principios es destituido por los otros. En general saben conciliarse entre sí, aún cuando en ocasiones desembocará forzosamente en conflictos el hecho de que por un lado se establezca como meta la rebaja cuantitativa de la carga de estímulo, por el otro un carácter cualitativo de ella y, en tercer lugar, una demora de la descarga de estímulo».

Y  es que Freud se coloca con esa descripción en lo que sucede realmente en el ser humano, en el cual –como apunta S.Bleichmar en La fundación de lo inconciente. Destinos de pulsión, destinos del sujeto, Amorrortu, Buenos Aires, 1993, p.33- el principio de la descarga a cero de la cantidad o principio de inercia, definido también como principio de Nirvana, ha sido quebrantado desde un comienzo, de tal modo que ese principio «no rige fundamentalmente los destinos de la vida psíquica en cuanto vida sexual sino los modos de evacuación de lo autoconservativo… La necesidad nutricia puede ser descargada a cero –se puede obtener un nivel de saciedad desde el punto de vista biológico-, pero que aquello que constituye un plus irreductible y que obliga a modos de derivación de otro orden, aquello que puede ser reprimido, sublimado, vicariado en sus destinos, aquello que se rehúsa a la descarga a cero, irrumpe en el viviente alterando para siempre sus modos de funcionamiento».

S.Bleichmar continúa señalando algo que se puede conectar con la conclusión de Freud a este respecto, conclusión que recojo en el párrafo siguiente de este texto mío y en la cual habría que añadir el adjetivo “psíquica” al sustantivo “vida”, que remite a lo vital en general y que no es equivalente a lo anímico. Lo precisado por S.Bleichmar es lo siguiente: «Es el hecho de que haya ciertos estímulos endógenos, de los cuales la fuga motriz está impedida, lo que definirá que el principio de inercia se vea perturbado. Es el hecho de que haya algo de lo cual la fuga está impedida lo que producirá las variaciones que llevarán de la inercia a la constancia, una constancia que se inscribe en el interior de las series placer-displacer» (ibid., p.33, segundo párrafo).

Freud por su parte lo que afirma es esto: «La conclusión de estas elucidaciones es que no puede rehusarse al principio de placer el título de guardián de la vida» (p.167, segundo párrafo). Afirmación que se mueve en la misma línea de lo concluido en Más allá del principio de placer, en cuyo capítulo último y casi al final decía lo siguiente: «El principio de placer parece estar directamente al servicio de las pulsiones de muerte; es verdad que también monta guardia con relación a los estímulos de afuera apreciados como peligros por las dos clases de pulsiones, pero muy en particular con relación a los incrementos de estímulo procedentes de adentro, que apuntan a dificultar la tarea de vivir» (v.XVIII, p.61, últimas líneas).

Seguidamente Freud introduce una distinción teórico-clínica entre tres tipos o formas de masoquismo: el erógeno, el femenino y el moral, que parecen situarse siguiendo una cierta secuencia entre ellos, puesto que el primero es descrito como “condición” y sobre todo como «fundamento de las otras dos formas» (p.167). Condición o fundamento que –de entrada- parece estar colocado correctamente en el terreno propio del discurrir psicoanalítico, porque Freud nos habla de «condición a la que se sujeta la excitación sexual», así como de «placer {gusto} de recibir dolor», que da cuenta de que el masoquismo tiene que estar situado en el plano de lo sexual-pulsional y de que en lo que consiste realmente es en el disfrutar-gozar en el dolor, tanto en el sentido de que el placer se sienta en el mismo lugar psíquico (véase: la tópica del yo) que en el que se sufre, como en el sentido de que eso sólo sucede en lo sexual-pulsional, puesto que en el orden vital no es concebible una satisfacción en el dolor.

Sin embargo es planteamiento se verá una vez más truncado al salirse Freud de ese terreno propio del psicoanálisis y acudir ya en este mismo párrafo (el tercero de la p.167) a las “bases biológicas y constitucionales” y también más adelante (cuando describe con detalle el masoquismo erógeno, p.169 y 170) al “saber fisiológico” y al “ser vivo pluricelular”, lo que habla de que se ha colocado en un plano de tipo más especulativo y abstracto y, por consiguiente, que ha descuidado el plano de la representación psíquica, el plano de la fantasía, en cuyo escenario solamente puede ser pensado y descrito con rigor el tema del masoquismo.

Ahora bien, se puede plantear o considerar que Freud se adentra en un plano más de tipo especulativo y abstracto para salir de la obscuridad, tal y como él mismo lo señala: «han de atribuírsele [se refiere al masoquismo erógeno] bases biológicas y constitucionales, y permanece incomprensible si uno no se decide a adoptar ciertos supuestos acerca de constelaciones que son totalmente oscuras» (p.167), pero en realidad es que entra en la obscuridad por salirse de su terreno específico.

Prestemos atención –por último y antes de pasar a la descripción que hace Freud de los tres tipos de masoquismo- a los términos que Freud utiliza a la hora de introducir esas “tres figuras” del masoquismo: «como una condición a la que se sujeta la excitación sexual, como una expresión de la naturaleza femenina y como una norma de la conducta en la vida (behaviour)» (p.167, tercer párrafo). J.Laplanche hace un comentario a este propósito (en su artículo de 1991, titulado “Masochisme et théorie de la séduction généralisée” recogido en  La révolution copernicienne inachevée, op.cit., p.439-456) estableciendo una especie de secuencia para estas tres formas y teniendo en cuenta la descripción posterior de Freud sobre cada una de ellas. Esta secuencia sería la siguiente: el cuerpo en relación con el masoquismo erógeno, dado que “el modo de la excitación sexual” es obtenido por medios en los que interviene lo corporal, o sea, pasa por el sufrimiento somático; la fantasía en relación con el masoquismo femenino, pues la descripción sobre esta figura del masoquismo habla de que la satisfacción sexual se obtiene gracias a las fantasías; y la relación  (que remite a lo intersubjetivo) en conexión con el masoquismo moral, respecto de cuya figura Freud habla curiosamente de conducta (behaviour), o sea, del comportamiento manifiesto y, por tanto los sitúa en un plano de orden externo-social, no pulsional.

La descripción detallada respecto de las “tres figuras” va a ser iniciada con el masoquismo femenino, presentado de entrada como «el más accesible a nuestra observación, el menos enigmático» (p.167 al final del tercer párrafo), si bien va a comenzar la descripción con unas palabras que resultan chocantes y hasta paradójicas: «De esta clase de masoquismo en el varón». Paradoja que sin duda resulta muy sugerente, pero el interés decae al instante cuando aclara que se ciñe a describir ese masoquismo en el varón, porque sólo dispone de un material clínico referido a él: «al que me limito, en razón del material disponible» (p.167, cuarto párrafo).

La razón aducida es, por tanto, puramente fáctica y estadística, si bien hay que salir al paso de ella y cuestionar abiertamente esa afirmación6 o, si se prefiere, ese argumento, porque en su trabajo de 1919 -titulado Pegan a un niño y en el cual abordaba precisamente la cuestión del masoquismo-  los casos estudiados eran cuatro casos de mujeres y sólo dos de varones, pero además todo el peso de su análisis recaía sobre los casos de las mujeres.

Por otro lado, el masoquismo femenino va a ser situado por Freud bien claramente en el terreno propiamente psíquico, esto es, el de la fantasía: «De esta clase de masoquismo… nos dan suficiente noticia las fantasías de personas masoquistas…, que o desembocan en el acto onanista o figuran por sí solas la satisfacción sexual» (p.167, cuarto párrafo). Ahora bien, lo que llama la atención es esa especie de superposición que establece seguidamente y de modo repetitivo entre las fantasías y la actuación real: «Las escenificaciones reales de los perversos masoquistas responden punto por punto a esas fantasías» (p.167 casi al final) y poco después: «aquellas [se está refiriendo a las escenificaciones reales] no son sino la realización escénica {spielerische} de las fantasías» (p.168 al comienzo). Una superposición que parece rebajar o desvalorizar la importancia de la actuación masoquista, como se puede captar a través del término “spielerische”, que habla de algo lúdico y no serio, como si el comportamiento del masoquista no tuviera mayores consecuencias o no pudiera llevar a poner en peligro la vida. De hecho, tras precisar los contenidos manifiestos del masoquismo (los de ser “atado, golpeado, maltratado, sometido, denigrado”, etc.), añade: «Es mucho más raro que dentro de este contenido se incluyan mutilaciones» (p.168 en sexta y séptima línea del primer párrafo). Lo que confirma más adelante de esa misma página cuando añade en paréntesis la afirmación siguiente: «(Por lo demás, es raro que los martirios masoquistas cobren un aspecto tan serio como las crueldades –fantaseadas o escenificadas- del sadismo)».

Una consideración que suscita el comentario de J.Laplanche (véase “Masochisme et théorie de la séduction généralisée” en La révolution copernicienne inachevée, op.cit., p.444) en el sentido de que Freud parece no tener en cuenta los casos graves del masoquismo perverso, en los que se pone en peligro la vida y la integridad de los órganos genitales, como aparece en el famoso caso descrito por Michel de M’Uzan bajo el título de “Un cas de masochisme pervers”, publicado por primera vez en 1972 y recogido luego en 1977 en su libro De l’art à la mort (Paris, Gallimard, p.125-150) y sobre el que el propio autor, invitado por J.André en el año 2000 a participar en el volumen colectivo ya citado L`énigme du masochisme, vuelve con una contribución que titula “Le masochisme pervers et la question de la quantité”.

En este texto, tras recordar brevemente el caso en cuestión (se trataba de un hombre de 65 años, con el que tuvo en su consulta hospitalaria dos largas entrevistas, en las que ese hombre le describe, sin reserva alguna pero también sin provocación, las múltiples y espantosas torturas por las que siendo más joven pasó en la búsqueda de la satisfacción sexual y que le llevaron a poner en claro peligro de destrucción total algunas partes de su cuerpo, como por ejemplo los genitales), señala que este caso desmiente la clásica preservación de los órganos genitales; que Freud en su texto de 1924 coloca el masoquismo perverso como fundamento de las otras dos formas de masoquismo; que hay una relación entre perversión masoquista y patología somática grave, lo cual da cuenta de la importancia del factor cuantitativo; que en el masoquismo perverso la angustia de castración no tiene lugar, de tal modo que el masoquismo perverso no teme nada y desea todo, incluida la castración; que el masoquismo primario erógeno es un mecanismo arcaico fisiológico, que tiene una función, según la cual el dolor forma parte de la identidad y, en ese sentido, el masoquismo perverso queda integrado en el marco de un desarrollo normal; y, finalmente, que cada sujeto, a la hora de gestionar las tensiones procedentes de la relación con el mundo exterior y con el mundo interno pulsional, dispone de un abanico de instrumentos, entre los cuales el ideal es la elección de la vía mental, pero cuando ésta es insuficiente se puede optar  -aún dentro del registro mental- por el camino psicótico, que no deja de ser una solución mejor que la del accidente somático, que es la que sigue el masoquista perverso, si bien no necesariamente tiene que instalarse en ella durante toda la vida, como muestra este caso, en el que aparece un sujeto a lo largo de su vida cada vez menos solicitado por esa exigencia de descarga fatal y siendo capaz de traer prácticas sexuales normales, como las que había mantenido con su mujer en los primeros años de su matrimonio.

Por otra parte y dejando de lado esas diversas consideración de Michel de M’Uzan que no comparto enteramente, en la descripción freudiana del masoquismo femenino tenemos -después de la vinculación con lo perverso, que acabamos de señalar- la referencia a la conexión con la feminidad, en el sentido de que las fantasías que sostienen esta forma de masoquismo colocan al sujeto en la posición femenina: «es fácil descubrir que ponen a la persona en una situación característica de la feminidad, vale decir, significan ser castrado [se refiere a las fantasías masoquistas, afirmación que se sostiene sobre el supuesto de “femenino=castrado”, que también corresponde a una cierta ideología cultural de la época y no a que Freud fuera especialmente machista], ser poseído sexualmente o parir» (p.168 en el centro de la página). En esta formulación de Freud llama la atención el que la fantasía central o masoquista en su artículo de 1919, que era la de ser azotado («la fantasía se ha teñido de placer en alto grado… su texto es ahora: “yo soy azotado por el padre”. Tiene un indudable carácter masoquista», Pegan a un niño, v.XVII, p.183), ha desaparecido y ha sido reemplazada por la de “ser castrado”. Lo cual indica -como señala J.André en su artículo “La sexualité féminine. Retour aux sources” (Psa. Univ., 1991, 16, 62, p.5-49)-  que Freud reinterpreta la clínica de la fantasía de fustigación en función de su teoría de la primacía fálica, en la que lo más importante es la presencia o la ausencia del pene y no el vínculo incestuoso. Pero, además, en esa formulación se ha metido de rondón la fantasía de “parir”, sobre la que –como dice J.Laplanche en su artículo anteriormente citado, p.445- a uno le gustaría saber cómo es que el parir tiene un carácter y una función masoquistas.

Por último respecto de esta forma de masoquismo, Freud establece aquí una articulación entre “lo infantil y lo femenino”: «Por eso he dado a esta forma de manifestación del masoquismo el nombre de “femenina”, en cierto modo  a poziori, aunque muchísimos de sus elementos apuntan a la vida infantil» (hacia el centro de la p.168), articulación que sin duda es muy sugerente pero a la vez muy extraña dentro de su texto. De hecho, a pesar de su clara alusión a que va a esclarecer más adelante esa articulación: «Sobre esta estratificación superpuesta de lo infantil y lo femenino daremos después un esclarecimiento simple» (p.168), sin embargo eso no lo lleva a cabo.

Es más, lo infantil va a quedar circunscrito al tema de “la masturbación infantil”, a causa de la cual el sujeto se va a sentir culpable y a merecer por ello el sufrimiento masoquista: «En el contenido manifiesto de las fantasías masoquistas se expresa también un sentimiento de culpa cuando se supone que la persona afectada ha infringido algo que debe expiarse mediante todos esos procedimientos dolorosos y martirizadores» (p.168).

A continuación Freud pasa a describirnos el masoquismo erógeno, por más que había terminado la descripción del masoquismo femenino conectándolo con el masoquismo moral: «Y, por otra parte, este factor, la culpa, nos lleva a la tercera forma, el masoquismo moral» (p.168). Como apunta J.Laplanche (p.443 de su artículo últimamente mencionado) la descripción de esta forma de masoquismo es la más pobre de las tres y hasta prácticamente inexistente, en la medida en que Freud recurre a su vieja tesis de la “co-excitación sexual”, a pesar de considerarla aquí insuficiente. Lo que por cierto le conduce extrañamente a reintroducirla en el marco de esa grave lucha que opone, dentro del “ser vivo” (p.168) o “en el interior del organismo” (p.169 y p.170), a la libido con la pulsión de muerte o de destrucción.

La teoría de la coexcitación es recordada explícitamente con los siguientes términos «En Tres ensayos de teoría sexual, en la sección sobre las fuentes de la sexualidad infantil, formulé la tesis de que la excitación sexual se genera como efecto colateral a raíz de una gran serie de procesos internos… Esa coexcitación libidinosa provocada por una tensión dolorosa y displacentera sería un mecanismo fisiológico… en todo caso proporcionaría la base fisiológica sobre la cual se erigiría después, como superestructura psíquica, el masoquismo erógeno» (p.168-169). Y tras ese párrafo va a indicar que esa explicación le parece ahora «insuficiente al no arrojar ninguna luz sobre los vínculos regulares e íntimos entre el masoquismo y su contraparte en la vida pulsional, el sadismo» (p.169 al inicio del segundo párrafo). Vínculos que va a tratar entonces de precisar echando mano del «supuesto de las dos variedades de pulsiones que consideramos operantes en el ser vivo» (p.169). Un supuesto cuya descripción le conduce a Freud a situar su fundamento retrocediendo hasta el ser vivo y, por tanto, saliéndose del plano o dominio de lo pulsional-sexual: «Si se retrocede algo más… en el ser vivo… En el ser vivo (pluricelular) la libido se enfrenta con la pulsión de destrucción o de muerte… La tarea de la libido es volver inocua esta pulsión destructora; la desempeña desviándola en buena parte hacia afuera… Otro sector no obedece a este traslado hacia afuera, permanece en el interior del organismo y allí es ligado libidinosamente con ayuda de la coexcitación sexual antes mencionada; en ese sector tenemos que discernir el masoquismo erógeno, originarlo» (p.169, segundo párrafo). No es de extrañar, entonces (me refiero a ese salirse Freud del campo propio del psicoanálisis o del terreno de lo sexual-pulsional), que hable de la pulsión de muerte en los términos de una “pulsión de apoderamiento” (p.169), la cual corresponde claramente al plano de lo autoconservativo y que hace de la pulsión un instinto de orden biológico, en cuyo marco hay que situar el despliegue de todo este discurso de Freud sobre el masoquismo erógeno, planteado aquí como el “residuo” o el “relicto” interno de una pulsión de muerte, cuya parte principal está dirigida hacia afuera, hacia los objetos externos.

Un marco que hay que caracterizar, al modo de las expresiones empleadas con frecuencia por J.Laplanche, como “meta-biológico” o como “una metafísica biológica, abstracta e inverificable, que opone unas entidades que se supone existen desde siempre” y que, en este sentido, parece tratarse más de una cierta mitología que de otra cosa. De hecho, el propio Freud pocos años después en Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1932) y en particular la titulada “Angustia y vida pulsional” afirmará: «La doctrina de las pulsiones es nuestra mitología por así decir. Las pulsiones son seres míticos, grandiosos en su indeterminación. En nuestro trabajo no podemos prescindir ni un instante de ellas, y sin embargo nunca estamos seguros de verlas con claridad» (v.XXII, Amorrortu, p.88).

Efectivamente, el supuesto del que parte Freud es como muy mecanicista y abstracto, además de acudir al “saber fisiológico” para plantearlo en su base o punto de arranque: «Nos falta todo saber fisiológico acerca de los caminos y los medios por los cuales pueda consumarse este domeñamiento de la pulsión de muerte por la libido. Dentro del círculo de ideas del psicoanálisis, no cabe sino este supuesto: se producen una mezcla y una combinación muy vastas, y de proporciones variables, entre las dos clases de pulsión…» (p.169-170). Y es que Freud está aquí teniendo como referencia su teoría de la “coexcitación sexual”, que es en realidad una teoría de la génesis de lo sexual procedente de unas observaciones concretas sobre la excitación sexual provocada por las emociones, por el trabajo intelectual o por los movimientos corporales, como los que se producen en los viajes en tren. Ahora bien, esta teoría de la coexcitación hace nacer la sexualidad del propio cuerpo, dándose la secuencia ya señalada: cuerpo (masoquismo erógeno originario) – fantasía (masoquismo femenino) – plano desexualizado del vínculo social (masoquismo moral). Con lo cual entramos en las aporías o en los callejones sin salida, pues ¿cómo va a ser producida por coexcitación la sexualidad, si por otro lado ésta es planteada como una pulsión originaria, intemporal, denominada unas veces “pulsión de vida” y otras veces “Eros”?; ¿cómo la pulsión de muerte, caracterizada como “el sadismo primordial” puede ser “idéntica al masoquismo”? (p.170, segundo párrafo). Eso sólo se podría entender si se parte del origen sádico del masoquismo y si, en definitiva, se parte del sadismo como lo primordial y como algo de tipo vital y objetivo. Pero ¿cómo puede salir de ahí la fantasía masoquista propiamente dicha? Parece que Freud se ha salido del terreno de lo psíquico, porque ha pasado de la temporalidad en “après-coup”, característica de lo intrapsíquico o de lo psíquico pulsional, a un “a-priori” fuera del tiempo o mítico del que arranca todo, como es esa mezcla y desmezcla de pulsiones o   «esa fase de formación en que aconteció la liga, tan importante para la vida, entre Eros y pulsión de muerte» (p.170 hacia el centro del segundo párrafo).

La referencia al “masoquismo erógeno” va a ser concluida estableciendo Freud una articulación del masoquismo erógeno con las fases evolutivas de la libido, de la que «toma prestados sus cambiantes revestimientos psíquicos» (p.170, tercer párrafo). Y seguidamente pasa revista a esos diversos “revestimientos”, empezando por “la angustia de ser devorado” y que pone en relación con la oralidad, si bien cuando cabía esperar que esa angustia fuera conectada con los deseos en relación con “la madre oral”, es decir, con la figura oral (de la madre que da de comer y come a besos) materna que se ocupa de los cuidados de la alimentación, resulta que Freud acude a la devoración por parte del “animal totémico (padre)” (p.170), bajo cuya figura va a ir situando las diversas fases libidinales, aunque al final de las mismas y con motivo de su mención a “las nalgas” parece llevarse la contraria al hacer alusión a “las mamas en la fase oral” (p.171, primer párrafo), pues a través de ellas no puede sino perfilarse la figura de la madre, por más que Freud no lo mencione expresamente.

Para “la fase sádico-anal” es situado como masoquista “el deseo de ser golpeado por el padre”, tal y como lo hemos podido trabajar en Pegan a un niño, a cuyo texto sigue sin hacer alusión directa a pesar de que la expresión de “ser golpeado” se presta perfectamente para que así lo hiciera y se precisara todo el trasfondo por encima del reduccionismo evolutivo, al que se presta toda esa referencia a unas “fases de desarrollo” (p,170 al inicio del tercer párrafo) que no dan cuenta realmente de la temporalidad intrapsíquica, siempre supeditada a la historia singular del sujeto en su vínculo con el otro, en cuyo marco deben ser insertadas las fases, que no son algo en sí mismas, porque dependen siempre del propio proceso de constitución del aparato psíquico, que opera de modo discontinuo y no a modo de una integración progresiva.

El “estadío fálico de organización” es relacionado con la problemática de la castración, sobre la que se añade seguidamente la idea de ser “desmentida” o renegada, sin haber hecho clara alusión al deseo de esa castración, cuando aquí se está hablando de “las fantasías masoquistas” o sea, de unas fantasías en las que esa castración es fantaseada-deseada.

Finalmente “la organización genital definitiva” es puesta en relación con los deseos “de ser poseído sexualmente y de parir, características de la feminidad” (p.170 al final), aunque obviamente, al tratarse de fantasías masoquistas, tienen que ver o están referidas al varón, puesto que en la mujer no es nada masoquista el parir ni tiene por qué serlo el ser poseída sexualmente. Lo cual, por otra parte, indica que las distintas fantasías masoquistas, puestas en relación con las fases de la libido, estaban referidas exclusivamente al varón, a las fantasías características del varón y no de la niña, como también se desprende de esa referencia a “las nalgas”, con la que termina todo ese desarrollo sobre el masoquismo erógeno. Una referencia a las nalgas  que de nuevo le da pie para conectar con su texto de 1919 Pegan a un niño, en el que había explicitado que la fantasía de ser «azotado en la cola desnuda» (v.XVII, p.179)  «tiene un indudable carácter masoquista» (ibid. p.183), pero una vez más no lo hace, aunque sí hay una referencia a pie de página a su texto de Tres ensayos de teoría sexual, que –por mi parte- no sólo no he podido localizar sino que además no entiendo a qué se refiere con su expresión «obvio fundamento real» (p.171, primer párrafo), a no ser que lo relacionemos con lo que apunta J.Laplanche sobre los modos reales o corporales. Por otra parte, conectar esas distintas partes del cuerpo (nalgas, mamas y pene) con fases libidinales distintas es dejar de lado la relación dialectizada y siempre vigente de las fases entre ellas mismas, así como la articulación entre las zonas erógenas y el vínculo (intercambio) con el objeto o con el otro.

Y pasamos ya a la tercera forma o figura del masoquismo, la del masoquismo moral, de la que Freud comienza señalando la característica más relevante en el plano descriptivo o fenomenológico, que es la de la desexualización: «es notable sobre todo por haber aflojado su vínculo con lo que conocemos como sexualidad» (p.171 al inicio del segundo párrafo). Una característica que Freud intenta explicar a través de la idea de que una condición necesaria para el padecer masoquista, como es la de tener que «partir de la persona amada y ser tolerado por orden de ella» (p.171), aquí no se va a cumplir: «esta restricción desaparece en el masoquismo moral» (p.171), dado que lo único que importa es el padecimiento en sí mismo: «El padecer como tal es lo único que importa; no interesa que lo inflija la persona amada o una indiferente» (p.171). Sin embargo se va a dar cuenta de que la explicación por esa vía le aleja del plano sexual-pulsional y le coloca en un plano (por cierto, definido como “muy tentador”, p.171), que hay que señalar como extrapsicoanalítico, como es el de acudir a unos supuestos apriorísticos o mecanicistas al estilo de un “deus ex machina” o de una razón última explicativa de todo, que es más metafísico que metapsicológico. El planteamiento suyo es el siguiente: «Para explicar esta conducta es muy tentador dejar de lado la libido y limitarse al supuesto de que aquí la pulsión de destrucción fue vuelta de nuevo hacia adentro y ahora abate su furia sobre el sí-mismo propio» (p.171 hacia el centro del segundo párrafo).

Lo menos que puede decirse, tras esa afirmación, es que para Freud resulta muy tentador o atractivo este recurso a un supuesto mecanicista omniexplicativo y que -por otro lado- es algo restrictivo o limitador, además de sacarle de su terreno específico, porque le lleva a dejar de lado la libido o el orden pulsional, que es su campo propio. Un recurso que es a la vez  un juicio crítico que él mismo dirige contra esa tentación, que sí ha llevado a cabo en la descripción del masoquismo erógeno, aunque ahora parece que, respecto del masoquismo moral, no está dispuesto a hacerlo y es que se ve sujetado o contenido tanto por su fina observación de las expresiones lingüísticas («debe tener su sentido el hecho de que el uso lingüístico no haya resignado el vínculo de esta norma de conducta en la vida con el erotismo7, y llame también “masoquistas” a estos que se infieren daño a sí mismos», p.171 al final del segundo párrafo), como por la dimensión clínica o psicopatológica («Fieles a un hábito técnico, nos ocuparemos primero de la forma extrema, indudablemente patológica, de este masoquismo… en el tratamiento analítico nos topamos con pacientes cuyo comportamiento… nos fuerza a atribuirles un sentimiento de culpa inconciente…», p.171, tercer párrafo).

Claro que esta referencia iluminadora de la clínica, que aquí le sujeta a Freud y le hace no “dejar de lado la libido” o mantenerse en su terreno específico del orden psicosexual, será a su vez conducida por un determinado supuesto apriorístico, como es el de la primacía de la figura del padre en cuanto origen de la ley y de la moral. Supuesto que, al ser más antropológico que psicoanalítico,  termina por imponerle de nuevo –tal y como veremos al final del texto- el recurso a la explicación mecanicista o al mito de “la mezcla de pulsiones” (p. 176), así como a la idea de una circularidad entre las pulsiones sádicas y las masoquistas o ,también, a la idea de considerar al masoquismo como el complemento natural del sadismo originario de «la pulsión de muerte actuante en el interior del organismo» (p.170, segundo párrafo).

De todos modos y como acabo de señalar, Freud se adentra en la descripción del masoquismo moral echando mano de lo que le aporta la práctica psicoanalítica y, más en concreto, de la llamada “reacción terapéutica negativa”, significada como «una de las resistencias más graves y el mayor peligro para el éxito de nuestros propósitos médicos o pedagógicos»8 (casi al final de la p.171). Reacción terapéutica negativa que obedece a la satisfacción de “un sentimiento de culpa inconciente” (p.171 al final), del que Freud nos matizará poco después (p.172 al centro) que esta denominación es “incorrecta psicológicamente”, porque –según se nos precisa en la nota 16 de la p.172- “no corresponde llamar «inconcientes» a los sentimientos”, remitiéndonos en esa misma nota a su texto de 1923 El yo y el ello, en el que se precisa clara y confusamente a la vez que «sensaciones y sentimientos sólo devienen concientes si alcanzan al sistema P… Así, pues, de manera abreviada, no del todo correcta, hablamos de sensaciones inconcientes: mantenemos de ese modo la analogía, no del todo justificada, con “representaciones inconcientes”… Con otras palabras: La diferencia entre Cc y Prcc carece de sentido para las sensaciones; aquí falla lo Prcc, las sensaciones son o bien concientes o bien inconcientes» (v.XIX, p.24-25).

Generalmente este asunto se aclara en el sentido de que los sentimientos o las sensaciones pertenecen a la consciencia, porque sólo el yo consciente puede sentir o percibir las sensaciones. Pero, como acabamos de recoger, el texto de Freud no parece muy claro y es que –a mi juicio-  hay una razón para ello, si atendemos a lo que nos enseña la clínica, a cuya experiencia Freud mismo acude poco antes de las frases citadas de El yo y el ello.

Me estoy refiriendo a lo que en la clínica se suele considerar como “culpa patológica o nociva”, que vemos aparecer por ejemplo cuando un paciente se siente muy culpable al pretender separarse del objeto primario-incestuoso. La culpa debería sentirse por seguir ahí sin separarse de ese objeto y sin embargo se siente al intentar separarse.

Freud plantea ese asunto (cuyo marco –conviene tener en cuenta- es la representación-palabra, o sea, la significación o cualificación dada a lo cuantitativo o a la mera sensación interna) en los siguientes términos: «Si a lo que deviene conciente como placer y displacer lo llamamos otro cuantitativo-cualitativo en el decurso anímico, nos surge esta pregunta: ¿Un otro de esta índole puede devenir conciente en su sitio y lugar, o tiene que ser conducido hacia adelante, hacia el sistema P? La experiencia clínica zanja la cuestión a favor de lo segundo. Muestra que ese otro se comporta como una moción reprimida. Puede desplegar fuerzas pulsionantes sin que el yo note la compulsión» (El yo y el ello, ibid. p.24).

Freud parece estar dando cuenta de unas fuerzas pulsionales compulsivas, que siempre tienen que ver con la satisfacción autoerótica, o sea, con una satisfacción que tiene una cualidad específica y no genérica, como es la satisfacción de la no renuncia a los objetos pulsionales primarios y de la no separación de ellos. Luego la clave está en la significación o cualidad de la culpa, pues hay culpa que procede del reconocimiento del objeto (culpa que conlleva el reparar el daño causado al objeto) y hay culpa que está únicamente al servicio de no separarse del objeto primario formando una cierta fusión con él y ahí, por tanto, no hay un reconocimiento del objeto como algo distinto y no propio, sino sólo una exigencia9 de inmediatez o de satisfacción autoerótica.

Precisamente la idea de “satisfacción” es una idea que suele dejarse de lado al hablar del “sentimiento inconciente de culpa”, pero aquí (casi al final de la p.171) Freud no deja de aludir a ella y me parece que es una idea fundamental para entender todo lo que explicita a continuación sobre el padecer o sobre el «poder retener cierto grado de padecimiento» (p.172 al final del primer párrafo), esto es, sobre el placer o la satisfacción en la desgracia. Ahora bien, creo que –para entenderlo con mayor precisión- es necesario evocar y ponerse en relación no con las situaciones neuróticas sino con patologías más graves, en las cuales está en juego un auténtico placer masoquista en el sentido perverso (del masoquismo erógeno y no del masoquismo moral) y en las cuales no basta con que el paciente reconozca el placer que obtiene en sus desgracias o en su “padecer”, porque está además operando en palabras de Freud (hacia el centro de la p.172) “una necesidad de castigo”, aunque esta expresión no deja de ser “un recurso conceptual” -como lo llama M.Dayan en su artículo “L’autre cruel” en L’énigme du masochisme, op.cit., p.85- o una mera fórmula, que requiere ser matizada con toda precisión para que no convierta en una especie de mecanismo omniexplicativo, que en último término no explica nada. Para M.Dayan se requiere conectar con la repetición compulsiva de lo traumático y, más concretamente, con la interiorización de un otro cruel, al cual se ve sometido el masoquista de manera absoluta en su vivenciar.

Es cierto que Freud tratará de precisar más adelante esta “necesidad de castigo”, lo que indica que también a sus ojos no basta con avanzar una formulación, si bien es verdad que esa precisión no parece que vaya más allá del goce “oculto” (al inicio de la p.175) o mudo del yo masoquista frente a la “estridencia” del “sadismo del superyó”10 (al final de la p.174). Lo que –por otra parte y según J.Laplanche (“Masochisme et théorie de la séduction”, en La révolution copernicienne inachevée, p.446-447)- es sólo relativamente convincente, porque si bien el placer masoquista del yo es clínicamente observable, sin embargo el placer del superyó en hacer sufrir es más difícil de concebir. De hecho, en la teoría freudiana del sadismo y del sadomasoquismo se señala que el sádico goza masoquistamente de los dolores que provoca en el otro al identificarse con el objeto que sufre. Ahora bien, ¿cómo podría –se plantea J.Laplanche- obtener goce de su identificación con el objeto que sufre, es decir, de su identificación con el yo una instancia que es ella misma identificatoria o producto de una identificación del yo con los progenitores? Es más –podría añadirse aquí con mayor precisión- ¿cómo concebir una identificación con el otro sufriente por parte del sujeto sádico, para quien no hay reconocimiento alguno de la alteridad?

Tras su interrogación J.Laplanche afirma lo siguiente: «el antropomorfismo de las instancias, justificada en otros momentos, muestra aquí su límite absurdo», matizando en una nota a pie de página (ibid., p.446) que Freud encontró siempre más enigmático el placer de hacer sufrir que el placer de sufrir.

De todos modos, esa última afirmación citada de J.Laplanche parece un tanto contundente y no acaba de entenderse bien, a no ser que la situemos en el contexto en el que el propio J.Laplanche la enmarca, que es el de la oposición por parte de Freud entre un masoquismo del yo y un sadismo del superyó, y en el sentido de que se caracteriza como masoquismo moral11 lo que encontramos en cualquier sujeto en análisis (véase: un sufrimiento y cómo ese sufrimiento está provocado por el propio sujeto en nombre de la búsqueda de placer en otro lugar psíquico). Lo cual –por cierto- no deja de ser una manera de diluir la noción misma de masoquismo y hasta despojarla de toda significación, porque lo que la caracteriza es que el sujeto masoquista goza en el mismo lugar psíquico que sufre o, dicho de otro modo, sufre para gozar, porque en definitiva sólo así goza y ése es su problema, si bien no resulta fácil de explicar.

Pero, antes de llegar a esa encrucijada (a mi parecer no suficientemente aclarada por Freud a pesar de hablar del goce oculto y de la mezcla de pulsiones), Freud va a hacer lo que él llama (p.174 al inicio del segundo párrafo) unas “ consideraciones preliminares” sobre la relación entre el yo y el superyó  y, más concretamente, sobre “la tensión entre el  yo y el superyó”, tensión que se expresa en el sentimiento de culpa (p.172 al inicio del tercer párrafo). Ahora, no hay que despistarse aquí, cosa que se haría si entrásemos de lleno en estas consideraciones –que, por cierto, recaen especialmente sobre el superyó- tomándolas como una auténtica aportación sobre el problema del masoquismo, cuando en realidad es una digresión sobre la génesis y las imposiciones superyoicas, que no profundizan para nada en la cuestión de masoquismo, el cual debe ser situado en el plano de la instancia yoica12 como  tal.

Pero, entonces, ¿cómo hay que entender aquí esta digresión? Parece que tiene que ver con la deriva que Freud introduce  con el tema de “la necesidad de castigo” para explicar el llamado “sentimiento inconciente de culpa”, que si bien da cuenta del masoquismo moral, no obstante puede descolocar las cosas en relación con el problema en sí  del masoquismo. De hecho, algo intuye Freud mismo cuando tiene que explicitar: «Tras estas consideraciones preliminares podemos  volver a la apreciación del masoquismo moral» (p.174 al inicio del segundo párrafo).

Dicho todo lo cual hay que añadir que esas “consideraciones preliminares” tratan nada más y nada menos que del origen o de la génesis del superyó, acerca del cual Freud afirma lo siguiente: «Debe su génesis a que los primeros objetos de las mociones libidinales del ello, la pareja parental, fueron introyectados en el yo, a raíz de lo cual el vínculo con ellos fue desexualizado, experimentó un desvío de las metas sexuales directas» (p.172-173). Creo que en esta afirmación se da cuenta de un momento capital, que es el referido al de la introyección en el yo, ya que esa introyección conlleva el “desexualizar” (véase, más estrictamente, “deserotizar”) el vínculo con los objetos primarios, lo cual hay que entenderlo en el modo en el que Freud mismo lo explicita a continuación, esto es, en el sentido de que se produce una renuncia al ejercicio pulsional directo: “experimentó un desvío de las metas sexuales directas”.

Ahora bien, la renuncia al ejercicio pulsional directo (véase, de manera precisa, la renuncia al autoerotismo) se lleva a cabo por medio de la represión originaria, de la cual aquí Freud no habla, porque está utilizando los términos y la teoría correspondiente a la segunda tópica, pero se puede y quizá se debe establecer una articulación con ella y, de ese modo, quitarle dramatismo y exceso conceptual a la insistencia de Freud en la desexualización y en “la desmezcla de pulsiones”. Y es que hay que precisar que esa desexualización remite únicamente al aspecto desligado, atacante o erótico de la sexualidad, pero no al aspecto ligado de la sexualidad, el cual es fundamental, pero Freud lo descuida y al descuidarlo sólo le cabe acentuar el aspecto desligado, que surge a sus ojos desde una maquinaria abstracta (como es la desmezcla pulsional) por haber perdido de vista su origen concreto, que es el del otro adulto que cuida y que es quien aporta un orden sexual a la vez desexualizado.

Y, entonces o como consecuencia de insistir unilateralmente en ese aspecto desligado de lo sexual, va a aparecer de manera predominante y hasta única la severidad, la dureza despiadada y la crueldad del superyó en relación con el yo. Severidad y crueldad que aparecen de forma impersonal a través de los imperativos categóricos kantianos, a los que Freud alude13 tras  su descripción de esas características despiadadas del superyó, y a los que toma como referencia J.Laplanche para hacer la –a mi juicio- arriesgada afirmación siguiente: «Al ser descubierto el superyó en forma de enunciados o de mensajes imperativos con gran frecuencia inmutables y no susceptibles de ser metabolizados, eso nos hace sospechar su origen en unos mensajes parentales que no han sufrido la represión originaria» (“Les forces en jeu dans le conflit psychique”, Entre séduction et inspiration: l`homme, Paris, PUF,1999, p.143).

Hablo de afirmación arriesgada, porque ese planteamiento conduce a retrotraer el surgimiento del superyó a un tiempo vinculado con la represión originaria. Ahora bien, eso es muy cuestionable ( puede consultarse al respecto mi artículo «El superyó, una prueba de la prioridad del otro», Revista de psicoanálisis de la APM, febrero 1999, p.101-117), ya que la represión originaria y la represión secundaria no sólo se instalan en tiempos distintos, sino que también operan sobre representaciones distintas, pues mientras la represión originaria recae sobre representaciones que tienen que ver con el autoerotismo (véase con los objetos-fuente de la pulsión residuales de la relación con los objetos primarios), la represión secundaria opera sobre las mociones edípicas y sobre fragmentos discursivos que, al ser enviados o expulsados al inconsciente, se descualifican y devienen representaciones-cosa.

De todos modos, esta discriminación y delimitación entre tiempos y representaciones distintas no impide el que las instancias ideales (que son efecto del sepultamiento del complejo de Edipo y, a la vez, residuos de las identificaciones secundarias, es decir, son un resultado de la represión secundaria) coexistan con restos no reprimidos del ejercicio pulsional directo (véase de la satisfacción autoerótica). Precisión que permite, por lo demás, salir al paso y superar de algún modo la vieja y permanente discusión en la clínica sobre si se trata de una situación preedípica o, por el contrario, edípica; sobre si la lectura interpretativa de un caso se debe hacer desde una perspectiva centrada en las coordenadas de la castración y del incesto, o más bien desde las coordenadas centradas en las angustias  de despedazamiento, separación, aniquilación, etc. Una precisión que también permite señalar que no todo es edípico, ya que el acceso al Edipo o la instauración de lo edípico requiere que se den ciertas condiciones psíquicas y, por consiguiente, determinados sujetos pueden no estar atravesados por lo edípico, que siempre conlleva la conjunción entre lo erótico y lo amoroso.

Pues bien y  por otra parte, a mi juicio en este texto Freud –por un lado– parece referirse al ideal del yo y por tanto al aspecto más ligado del superyó cuando afirma en el segundo párrafo de la p.173: «Pero esas mismas personas que… siguen ejerciendo una acción eficaz… después que dejaron de ser objetos de las mociones del ello, pertenecen, además, al mundo exterior… Merced a esta coincidencia, el superyó, el sustituto del complejo de Edipo, deviene también representante del mundo exterior real y, así, el arquetipo para el querer-alcanzar del yo»; mientras que –por otro lado y a través de la imagen del “oscuro poder del destino” (inicio de la p.174)- parece hacer referencia a los aspectos más impersonales y ciegos o categóricos del superyó, que se harán más severos y poderosos (véase más persecutorios) cuanto menos se tolere la separación de los objetos primarios, intolerancia cuya raíz hay que situar en la propia intolerancia parental a desgajarse de sus hijos o a dejar de parasitarlos.

Se podría decir, entonces, que en el texto de Freud hay una cierta oscilación entre lo más ligado y lo más desligado del superyó, dando a entender una coexistencia entre esos dos aspectos, si bien todo está contemplado desde la óptica del desarrollo infantil («En el curso del desarrollo infantil, que lleva a la progresiva separación respecto de los progenitores…», p.173, tercer párrafo), sin contemplar para nada la intervención más positiva o más negativa del otro adulto, quien va a poder cortocircuitar o favorecer esa llamada “progresiva” separación, que no es tal sino sólo bajo determinadas circunstancias.

Y una vez señalado todo eso, que Freud categoriza como “Consideraciones preliminares” (p.174 al inicio del segundo párrafo), su texto va a adentrarse en “la apreciación del masoquismo moral” (p.174, segundo párrafo), resaltando la “hipermoral”14 o la “desmedida inhibición moral” presente en algunas personas. Tras lo cual establece una diferencia entre lo que denomina “continuación inconciente de la moral” (en cuya situación lo que opera es lo sádico o “el sadismo acrecentado del superyó, al cual el yo se somete”, y habría que añadir aquí que se trata más bien de un sometimiento forzado o impuesto, en el cual inicialmente se encontrará metido el sujeto o la persona como tal individuo y no tanto el yo, puesto que intrapsíquicamente uno podría no entregarse a esa causa por más que externamente, y más si nos colocamos en la situación inicial, se vea obligado-forzado a ello) y “el masoquismo moral” (en cuya situación opera lo estrictamente masoquista).

No obstante, cuando se podría esperar del planteamiento de Freud una especificación más honda de lo que él mismo llama “el genuino masoquismo del yo”, en el sentido de colocar bien claramente la dialéctica placer-sufrimiento dentro de la misma instancia yoica y, por tanto, la idea de que el propio yo -al establecerse sobre la base de la unificación de las pulsiones parciales- puede quedar atravesado por lo parcial sin llegar a conjuntarse realmente, lo que da origen a un tener que satisfacerse el sujeto parcial o autoeróticamente (véase de manera desligada y por consiguiente atacando la unificación, lo que lleva a favorecer y a ahondar la escisión del yo); se va a dedicar a poner el acento en el “castigo” y, al insistir en ese aspecto de manera primordial, la diferencia entre el sadismo y el masoquismo en buena parte desaparece. Lo cual le conduce a Freud a afirmar: «en los dos casos se trata de una relación entre el yo y el superyó o poderes equiparables a este último; y en ambos el resultado es una necesidad que se satisface mediante castigo y padecimiento» (p.174 casi al final del segundo párrafo).

Ahora bien, a través de la relación de confrontación entre el yo y el superyó parece como si Freud estuviera dando cuenta del enfrentamiento entre el yo y el inconsciente o entre el yo y la pulsión, que pertenecen a dos sistemas o a dos legalidades distintas. Y eso es así porque Freud en la segunda tópica ha perdido de vista la legalidad o el modo de operar de lo pulsional parcial o desligado, que coloca aquí directamente en/o del lado del superyó con su sadismo cruel. Y es que no hay que olvidar que para Freud el Edipo remite principalmente a lo pulsional y, entonces, el superyó, en cuanto sustituto del complejo de Edipo, está vinculado primordialmente con lo pulsional desligado. De ahí que se confunda con frecuencia en la clínica psicoanalítica la tiranía del goce (a no confundir con el placer  o el principio del placer) con la tiranía del superyó, cuando no son equivalentes, porque la tiranía del goce remite a la compulsión al goce, que siempre es insatisfactoria y obliga a la reiteración; mientras que la  llamada “tiranía del superyó” remite al acatamiento de la ley.

De todos modos –por más que luego volverá a las andadas, insistiendo en su vieja idea de que el masoquismo procede del sadismo y en la relación complementaria entre el sadismo del superyó y el masoquismo del yo, con lo cual el placer está en una instancia y el sufrimiento en otra- a continuación va a dar cuenta de una cierta diferencia entre el sadismo del superyó y el masoquismo del yo, ya que el primero «deviene conciente casi siempre con estridencia» (p.174, última línea), mientras que el segundo «permanece en general oculto para la persona y se lo debe descubrir por su conducta» (p.175, primera y segunda línea).

Diferencia que Freud mismo califica certeramente de “pista interesante”, en la que sin embargo –a mi juicio- se embrolla un poco, porque –por un lado- echa mano una vez más, tanto al comienzo como al final de esta matización (cuyo desarrollo está expuesto en el segundo párrafo de la p.175) del tema del castigo, que le conduce necesariamente a poner en acción o a hacer intervenir a otra instancia, sea denominada ésta “el superyó” o “el poder parental”15; mientras que –por otro lado- va a aludir sin mencionarlo a lo expuesto en su texto Pegan a un niño, en donde aparece bien a las claras que el castigo el planteado como “el deseo de ser golpeado por el padre”, un deseo que hay que relacionar directamente con «el deseo de entrar con él en una vinculación sexual pasiva (femenina)» (p.175, segundo párrafo).

Ahora bien, este segundo lado es el que nos da la clave o el que nos pone sobre la auténtica pista del masoquismo moral. En palabras de Freud es: «Si referimos este esclarecimiento al contenido del masoquismo moral, se nos vuelve evidente su secreto sentido» (p.175). Y ese esclarecimiento es el que aporta la referencia al deseo de ser golpeado-coitado por el padre, que es claramente un deseo sexual. Con lo cual no hay masoquismo sin sexualidad y, por tanto, en el dolor e en la desgracia que el masoquismo moral comporta está siempre operando una satisfacción sexual, pero de tipo erótico o desligado que no se dejó integrar o ligar, que remite en último término a la intromisión sexualizante del otro adulto y a las condiciones singulares de esa intromisión, que pueden llevar a un sujeto a gozar sexualmente en y a través del castigo o, mejor dicho, a obtener y mantener la satisfacción autoerótica-incestuosa por vía del castigo, que se convierte así en “la condición de acceso a lo que está prohibido”.

En esa línea parece apuntar Freud cuando señala que «Para provocar el castigo… el masoquista se ve obligado a hacer cosas inapropiadas, a trabajar en contra de su propio beneficio, destruir las perspectivas que se le abren en el mundo real y, eventualmente, aniquilar su propio existencia real» (p.175 al final del segundo párrafo).

Pero con anterioridad a esta precisión sobre el camino seguido por el masoquista moral provocando el castigo (y así está obteniendo la satisfacción autoerótica, según la matización añadida por mi parte, ya que eso no está dicho en el texto freudiano), Freud realiza unas afirmaciones que se han hecho célebres y que son empleadas con gran frecuencia sin mayor esclarecimiento. Me refiero a los términos siguientes: «La conciencia moral y la moral misma nacieron por la superación, la desexualización, del complejo de Edipo; mediante el masoquismo moral, la moral es resexualizada, el complejo de Edipo es reanimado, se abre la vía para una regresión de la moral al complejo de Edipo» (en el centro de la p.175). Digo “sin mayor esclarecimiento”, no sólo porque –tal y como traté de precisarlo en la nota nº 13 al hablar de los fundamentos de la ética- la moral no se origina a partir del complejo de Edipo, sino porque, además, se habla de “desexualización” y de “resexualización” sin hacer referencia alguna al modo de funcionamiento de lo sexual, que es lo que nos puede orientar con cierto esclarecimiento, pues el problema del masoquismo moral está en que resexualiza de modo desligado o de modo llamado regresivo que conduce a no abandonar la satisfacción autoerótica o el ejercicio pulsional directo y la vinculación erótica con los objetos primarios. Es, en ese sentido que el masoquismo moral es problemático y que ofrece un obstáculo casi insobrepasable al trabajo psicoanalítico, ya que en el hecho en sí de resexualizar no hay problema alguno si tenemos en cuenta que desde la intromisión sexualizante por parte del adulto el ser humano pasa a ser un ser pulsional y por tanto todo queda sexualizado.

Con lo cual, no es que la moral nazca de/por la desexualización (porque ésta no puede darse como tal en un ser que se constituye como sujeto psíquico a través de la sexualidad y, en este sentido, hablar de desexualización sería hablar de deshumanización), sino que nace a raíz del rehusamiento de la sexualidad desligada y autoerótica, es decir, de la renuncia al goce autoerótico,  impuesta o requerida por la represión originaria. Por consiguiente, cuando se habla aquí por parte de Freud de “una regresión de la moral al complejo de Edipo”, esa consideración podría ser entendida –dado el marco conceptual en el que Freud se mueve generalmente en relación con el complejo de Edipo, al entenderle como núcleo del inconsciente que da cuenta del vínculo erótico-incestuoso con los objetos primarios- como que en el masoquismo moral se regresa al fantasma inconsciente de la escena originaria (que –según la precisión aportada por J.Laplanche en “Masochisme et sexualité”, L’énigme du masochisme, op.cit., p.27- es un fantasma de agresión, de exclusión y de absoluta pasividad o sometimiento del sujeto infantil ante el coito adulto), un fantasma mediante el cual el masoquismo moral obtiene una satisfacción autoerótica haciendo del castigo, del dolor o del sufrimiento, el modo para la consecución de esa satisfacción pulsional no abandonada, en cuanto que la represión originaria no se estableció de manera suficiente y no ha habido auténtico abandono del vínculo erótico o desligado con los objetos primarios, sin duda a consecuencia de que determinadas figuras parentales no facilitaron ni la conjunción de lo pulsional entrometido por ellos ni la desvinculación-separación de ellos.

Por otra parte y a este respecto, M.Dayan señala (en su artículo “Figure mélancolique du masochisme”, ibid. p.72-73) que esta consideración de Freud conduce a colocar todo el masoquismo bajo la égida del Padre o en relación con él y con la prohibición del incesto, lo cual le parece una interpretación restrictiva, ya que Freud, al echar mano para su argumentación del deseo frecuente de ser golpeado por el padre y del deseo de una relación pasiva con él, opera una reducción de toda la complicidad erótica peligrosa entre el sujeto infantil y la madre (o, en sus propias palabras, “de la alianza contractual del yo y la madre oral a expensas del padre, cuya autoridad es ahí abofeteada”) a una mera identificación marcada por la castración y el amor al padre omnipotente.

Reducción por parte de Freud, que M.Dayan con gran acierto va a poner en relación tanto con la complementariedad (que es una de las dos tesis que Freud defiende en esta terminación de su texto, p.175 al final) entre sadismo (del superyó) y masoquismo (del yo), que equivale a admitir -en concordancia con la idea-creencia “de la existencia de la mezcla de pulsiones” (p.176, segundo párrafo) o en concordancia con, según la expresión de M.Dayan, “el régimen mítico de la mezcla Eros-Tánatos”- una perfecta circularidad de las pulsiones sádicas y masoquistas, que se ha convertido en un lugar común o en una idea conocida de la psicología de las perversiones, pero que no da cuenta de lo que el psicoanálisis desvela sobre el masoquismo en el sentido de ser el fundamento y el origen de la psicosexualidad humana; como en relación con “la reversión del sadismo hacia la propia persona” (que es la otra tesis que Freud defiende en este final del texto, p.175 al inicio del tercer párrafo) que entra en contradicción con la idea del masoquismo originario y su completa irreductibilidad al sadismo vuelto contra el propio sujeto. Y es que esta tesis parte de la idea de que la pulsión, al originarse de manera endogenista y siguiendo el modelo de la satisfacción autoconservativa, está volcada o dirigida hacia afuera, hacia el objeto externo16. De ahí que sea pensada como activa, destructiva, sádica y lo que no se dirige hacia fuera, pero siempre dentro de ese movimiento o impulso destructivo, va a volcarse hacia dentro, entendido además de un modo bastante mecánico y nada articulado con el modo del vínculo específico que se establece con el otro significativo.

Ahora bien, todo ese planteamiento freudiano lógicamente reduce la profundidad originaria del masoquismo o de las fantasías masoquistas y lo hace secundario y en dependencia de lo que aquí llama «la sofocación cultural de las pulsiones en virtud de la cual la persona se abstiene de aplicar en su vida buena parte de sus componentes pulsionales destructivos» (p.175 casi al inicio del tercer párrafo). Lo cual comporta que la pulsión sea pensada por Freud como originariamente destructiva o sádica y lo que se sofoca o se reprime de ese movimiento pulsional originario es lo que se aplica o sale a la luz “como un acrecentamiento del masoquismo en el interior del yo”. Algo que Freud a continuación articula con “el sentimiento de culpa” (p.175-176), en el sentido de que este sentimiento nace igualmente “de la sofocación de las pulsiones”17, de tal manera que «la conciencia moral se vuelve tanto más severa y susceptible cuanto más se abstenga la persona de agredir a los demás» (p.176 al inicio). Pero ese planteamiento nos llevaría a considerar y a recomendar el no abstenerse de agredir a los demás para, de ese modo, evitar el aumento del sentimiento de culpa y del masoquismo mudo u oculto que nos puede llevar por delante, esto es, aniquilar o destruir.

A este respecto, me parece oportuno puntualizar que una cosa es que Freud trate aquí de defender que la eticidad o el valor ético no es lo primero, sino que es efecto de la renuncia de lo pulsional: «Lo habitual es presentar las cosas como si el reclamo ético fuera lo primario y la renuncia de lo pulsional su consecuencia. Pero así queda sin explicar el origen de la eticidad. En realidad, parece ocurrir lo inverso; la primera renuncia de lo pulsional es arrancada por poderes exteriores [como puede verse, Freud hace intervenir aquí al otro adulto y, por tanto toma en cuenta la dimensión intersubjetiva haciendo arrancar de ella la primera renuncia de lo pulsional, si bien no hace arrancar también de la misma la presencia y la aparición de lo pulsional], y es ella la que crea la eticidad, que se expresa en la conciencia moral y reclama nuevas renuncias de lo pulsional» (p.176). Pero otra cosa muy distinta es que defienda este trasvase mecánico entre el afuera y el adentro (si se agrede menos a los demás, tanto más se dirige la agresión hacia dentro) y que plantee que la pulsión de muerte está establecida de entrada en el ser humano, porque bajo esas condiciones, claro está que es obligatorio pensar el masoquismo como secundario o como procedente de aquella parte de la pulsión de muerte que no se ha dirigido hacia fuera (a la parte dirigida hacia fuera la denomina “pulsión de destrucción”), que es la penúltima idea de este texto, a la que es añadida la idea de que «la autodestrucción de la persona no puede producirse sin satisfacción libidinosa» (p.176 al final).

Una idea que, enmarcada de otro modo (esto es, dentro de un planteamiento según el cual el origen de la pulsión -en concordancia con la idea de que “la primera renuncia de lo pulsional es arrancada por poderes exteriores”- proviene también de unos poderes exteriores o del otro adulto que cuida), podría permitir pensar el fundamento masoquista de la sexualidad humana en el sentido de que ésta nace o se establece en el psiquismo de modo masoquista, es decir, tomando al propio cuerpo como medio de evacuar o de dar salida a ese plus que el adulto entromete al proporcionar la satisfacción de las necesidades biológicas de supervivencia y que hace de la sexualidad infantil una sexualidad pulsional o, lo que es lo mismo, una sexualidad no dirigida hacia fuera o hacia el objeto, sino una sexualidad vinculada al fantasma, que obtiene placer o goce en la tensión, en la carga, en la excitación, en el dolor o castigo, y que por tanto no funciona según el principio de placer.

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Notas

Seminario impartido en Madrid y San Sebastián durante los años 2005 y 2006.

1 Freud. Una vida de nuestro tiempo, Paidos, Barcelona, 1989, p.477-478.

2 P.Gay, ibid., p.472.

3 Según afirma Freud en Más allá del principio de placer, Amorrortu, v.XVIII, p.24.

4 S.Freud, El problema económico del masoquismo, Amorrortu, v.XIX, p.166, primer párrafo.

5  Término etimológicamente procedente del griego homoios, que significa constante o semejante, y statis, que significa posición, de tal modo que con esa expresión se designa al conjunto de las reacciones fisiológicas que tienen a mantener constantes las condiciones de equilibrio del organismo.

6 Afirmación que sólo puede ser entendida desde una óptica, según la cual de tal modo se le impone a Freud su tesis central de la primacía fálica  o del carácter masculino de la sexualidad precoz, que deja de lado o se olvida de cualquier dato que pueda venir a poner objeciones a la misma.

7 Me parece importante señalar que Freud emplea aquí el término “erotismo” cuando antes empleó, para hablar de lo mismo el término “sexualidad”. Ahora bien, el erotismo de lo que da cuenta “stricto sensu” es de la sexualidad desligada y no de la sexualidad en general. Se trata de una cierta discriminación al estilo o a la manera de la que estamos convocados a llevar a cabo en el ejercicio de la clínica psicoanalítica.

8 Conviene no perder de vista esta equivalencia que Freud plantea aquí entre lo médico y lo pedagógico, que habla de un cierto adoctrinamiento y, por tanto, ese “propósito” no es un trabajo estrictamente psicoanalítico.

9 Exigencia de inmediatez que, por cierto, remite al mensaje (con su trasmisión correspondiente) del otro adulto, sin el cual no se produce esa exigencia, como no se produce esa confusión que se tiene al sentir culpa por separarse del objeto primario.

10 Sadismo del superyó que es a conectar ciertamente con ese superyó cruel, duro, hipermoral, que Freud describe en El yo y el ello (v.XIX, p.54-55), pero que –metapsicológicamente hablando- es a poner en relación más bien con una fuerte contrainvestidura, que un yo frágil o no firme (en el sentido de no bien constituido) se ve obligado a llevar a cabo frente al desbordamiento de lo pulsional desligado, que sigue teniendo para el sujeto una poderosa atracción.  Y es que esa calificación o categorización del sadismo no corresponde “stricto sensu” a la instancia intrapsíquica del superyó, que se establece sobre la base de una articulación entre la conciencia moral y el ideal del yo,, articulación sustentada a su vez sobre la base de la conjunción entre lo erótico y lo amoroso, que caracteriza a la estructuración edípica.

11 A este respecto conviene tener en cuenta que el masoquismo moral puede estar o no estar conectado con el masoquismo erógeno. En Pegan a un niño el masoquismo moral y el erógeno aparecen conectados y tienen que ver con la acción del otro (véase: el padre), quien –mediante la producción de dolor en el cuerpo- intenta también la apropiación del sujeto, pues por algo Freud lo describe en relación con una educación de cierta pedagogía cruel. Hoy las formas con las que se organiza el masoquismo erógeno pueden ser distintas, pero no hay que confundir el masoquismo erógeno con el moral, del mismo modo que no hay que confundir fenómenos, en los que el goce esta dado no por el sufrimiento mismo, sino por el precio que tiene que pagar el sujeto para acceder al bienestar –como por ejemplo los modos masoquistas de la relación de pareja en algunos casos-, que le hace someterse con vistas a obtener algún día algo, que supone que se le va a dar gracias al maltrato que recibe. En esa situación más que gozar del o con el maltrato, lo que hay es una no renuncia de tipo narcisista a aquello a lo que se aspira. Pero eso no quiere decir que esa persona sea masoquista, sino que está empeñada en lograr algo cuyo precio sigue pagando, porque no reconoce que nunca va a obtener eso que está buscando.

12 Lo que remite a la intricación masoquismo-narcisismo (según J.André, L’énigme du masochisme, op.cit., p.29) o, mejor dicho, masoquismo-autoerotismo o a la ambivalencia narcisística (según M.Dayan, ibid., p.85) y, en definitiva, a la escisión del yo, instancia que se constituye a la vez desde lo pulsional atacante y desde la ligazón de lo pulsional desligado, una articulación que, cuando no queda bien soldada o cuando no están bien unidas esas dos caras de la misma moneda, es pura fisura en la que y por la que el masoquista goza y sufre al mismo tiempo.

13 Por cierto que en esa alusión al “imperativo categórico de Kant” se desliza y se trasmite una idea de Freud que –a mi juicio-  debe ser discutida y cuestionada. Se trata de la idea de que ese imperativo categórico «es la herencia directa del complejo de Edipo» (p.173 al final del primer párrafo). Una idea que es corroborada por parte de Freud poco después al afirmar que: «el complejo de Edipo demuestra ser la fuente de nuestra eticidad individual (moral)» (p.173 al inicio del tercer párrafo).

Considero que es una idea a cuestionar porque los fundamentos de la ética se establecen a partir de la represión originaria, esto es, a partir de la renuncia del yo al autoerotismo. Un niño, que empieza a controlar esfínteres porque teme perder el amor de la madre, siente después vergüenza si lo hace frente a sus compañeros en la escuela, lo cual indica que se ha constituido un rasgo de pudor que implica una responsabilidad hacia la comunidad de pertenencia. Las raíces de la moral están ahí, y, por tanto, la moral no se constituye a partir del complejo de Edipo, sino que se constituye tomando como referencia  al otro o en el reconocimiento de la alteridad, que se inicia de entrada a partir de la interdicción por parte del propio adulto de su deseo sobre el cuerpo del niño.

De hecho, para todo sujeto en general el imperativo categórico de la ley (con su aspecto de imposición impersonal y atemporal sin miramiento por las explicaciones o razones de tipo práctico utilitario y que se explicita en frases del tipo: “eso no se hace, eso no se piensa”, etc.) se presenta siempre con anterioridad a la problemática edípica. Y es que ciertamente la represión del yo frente a lo pulsional tiene un lugar fundamental en la constitución de la ética, en la medida en que la represión indica no solamente la renuncia a una acción, sino el sepultamiento del deseo de realizarla. Eso es lo importante en el tema de la ética, pues no basta con la renuncia a una acción, sino que es necesario que el sujeto sepulte el deseo de realizarla o se avergüence cuando el deseo retorna. La ética, por consiguiente, precede claramente a la instauración del superyó.

14 Pero no basta con hablar o dar cuenta de la presencia en ciertos sujetos de lo “hipermoral”, sino que hay que preguntarse por el ¿cómo se establece esa “supermoral”?, ¿qué es lo que la provoca? Y lo que se constata con frecuencia en la clínica es que se trata de una fuerte “contrainvestidura” como consecuencia de una falla en la constitución de la represión originaria.

15 No es de extrañar, entonces, esa afirmación de J.Laplanche en estos términos: «Se podría decir que el superyó es la subestructura más antropomórfica» (Problemáticas I. La angustia, p.258), porque es la instancia a la que más atribuimos una voz o una figura, cuando nos sentimos internamente enjuiciados. Lo cual –además de remitir a la estrecha vinculación entre lo intersubjetivo y lo intrapsíquico, en el sentido de que con frecuencia los hacemos equivalentes cuando no lo son, pues mientras que  lo intrapsíquico conlleva a lo intersubjetivo, lo intersubjetivo no comporta la instalación de lo intrapsíquico- quizá tenga que ver con el modo de la identificación superyoica, que no es simplemente la incorporación de una normativa, sino la introyección de las figuras o modelos que ejercen esa normativa, una introyección producida en una etapa en la que ya se cuenta con la diferenciación sujeto-objeto, diferenciación con la que no se cuenta en la identificación primaria, que se produce cuando todavía no está constituido estrictamente el sujeto psíquico, por más que esa identificación vaya a ser constitutiva del propio sujeto.

16 A este propósito, conviene tener en cuenta que en el planteamiento psicoanalítico está muy generalizado el confundir el objeto exterior con el objeto de la pulsión, el cual nunca es interpersonal o intersubjetivo, ya que en la dinámica pulsional no se contempla la consideración del objeto o del otro. De ahí que en esa dimensión no esté en juego la intencionalidad de hacer daño o de agredir al otro. Como ha precisado S.Bleichamr en múltiples ocasiones, la pulsión no es de destrucción o de agresión, pues el que sus efectos sean destructivos o atacantes del yo, eso no quiere decir que tenga una intencionalidad agresiva, ya que la agresividad es efecto de una tensión intersubjetiva y no es un derivado de la pulsión.

17 Una vez más en la obra freudiana aparece planteado de forma unilateral el sentimiento de culpa, al atribuir ese sentimiento meramente a la sofocación de las pulsiones sin contemplar que esa sofocación sólo es auténtica y efectiva (y no simplemente reactiva) cuando se hace por amor al otro, es decir, cuando hay un reconocimiento de la alteridad, que se ha establecido intrapsíquicamente cuando se ha contado con un otro adulto atravesado por el reconocimiento de la ley en base a un amor a la ley por encima del vínculo pasional desligado o por encima de la apropiación del cuerpo del otro.